De
la forma en que comenzó mi vida, estoy seguro de que pude morirme
e irme al infierno y nadie se hubiera preocupado mucho por
mí.
Nací en un hogar destruido, mis padres se separaron antes de
que yo naciera. La única vez que los vi juntos fue dieciocho años después,
cuando me llamaron a testificar en un juicio de divorcio. De
niño viví en un vecindario al norte de Filadelfia en donde se
decía
que nunca se podría establecer una iglesia evangélica. Pero Dios
muestra su fantástico sentido del humor cada vez que alguien decide
lo que no se puede hacer. Él guió a un pequeño grupo de cristianos
a unirse, comprar allí una casita, y comenzar una iglesia.
Uno
de los hombres de la iglesia se llamaba Walt. Su educación solo
llegó hasta el sexto grado. Un día, Walt le dijo al superintendente de
la escuela dominical que quería comenzar una clase de escuela dominical.
-Magnífico,
Walt -le dijo-, pero no tenemos un puesto para ti.
Sin
embargo, Walt insistió hasta que por fin el superintendente le
dijo:
-Bueno,
vete y consigue una clase. Cualquier persona que consigas
será tu
alumno.
Entonces
Walt vino a mi barrio. La primera vez que nos conocimos
yo estaba afuera jugando a las canicas en el concreto.
-Hijo -dijo
él-, ¿te gustaría ir a la escuela dominical?
Yo
no estaba interesado. No quería saber de nada que tenga que
ver con una escuela. Así
que él dijo:
-¿Qué
te parece si jugamos a las canicas?
Eso
era diferente. Así que nos pusimos a jugar a las canicas y la
pasamos muy bien, a pesar de que me ganó todos los juegos. Para
entonces, lo hubiera seguido a donde quiera.
Walt
recogió un total de trece muchachos de esa comunidad para
su clase de escuela dominical, de lo cuales nueve procedían de
hogares destruidos. Once de los trece están ahora dedicados a tiempo
completo al trabajo de la vocación cristiana. Realmente
no puedo decir mucho de lo que Walt nos decía, pero
acerca de él sí tengo mucho que contar... porque él me amó por
causa de Cristo. Él me quiso más que mis padres.
Acostumbraba
llevarnos a dar caminatas, y jamás olvidaré esos tiempos.
Estoy seguro que le empeoramos el corazón, pero él corría con
nosotros por aquellos bosques porque se interesaba en nosotros. Él
no fue la persona más brillante del mundo, pero era genuino. Lo
sabía, y también lo sabían todos en la clase.
Así
que, mi interés en enseñar es mucho más que profesional. Es
también intensamente personal, y en realidad es una pasión, porque
la única razón por la cual hoy tengo un ministerio es que Dios
puso en mi camino a un maestro entregado.
Años
atrás participé en una convención de escuela dominical en
la Iglesia Moody Memorial de Chicago. Durante un receso para almorzar,
tres de los que estábamos dando clases en la convención, cruzamos
la calle para ir a una tiendecita de hamburguesas. El lugar
estaba lleno, pero pronto se desocupó una mesa para cuatro. Vimos
a una anciana que, de acuerdo a la cartera que llevaba, sabíamos
que estaba asistiendo a la convención y la invitamos a
que
nos acompañara.
Nos
dijo que tenía ochenta y tres años y que era de un pueblo que
estaba en la parte superior de la península de Michigan. En una iglesia
con una escuela dominical de solo sesenta y cinco personas, enseñaba
una clase de trece jóvenes de los tres primeros años de la escuela
secundaria. La noche antes de la convención viajó por ómnibus
hasta Chicago. ¿Por qué? Dicho en sus palabras:
«Para aprender algo que me convierta en una mejor maestra».
En
ese momento pensé: «La mayoría de la gente que tuviera una clase
de trece jóvenes en una escuela dominical de solo sesenta y cinco
personas se estaría dando golpes de pecho y diciendo: ¿Quién, yo?
¿Ir a una convención de escuela dominical? iYo no
necesito de eso,
puedo hacerlo yo mismo! Pero no era así con esta mujer.
Ochenta
y cuatro de los muchachos que se sentaron ante sus clases
ahora son jóvenes dedicados al ministerio. Y veintidós son graduados
del seminario donde doy clases. Si
usted me preguntara el secreto del impacto de esta mujer, le daría
hoy una respuesta totalmente diferente a la que le hubiera dado
hace treinta años. En aquel entonces se lo hubiera acreditado a
su metodología.
Ahora
creo que se debe a su pasión por comunicar.
En
mi corazón, la preocupación que siento por usted es que Dios
le dé una pasión como esa... y que nunca la deje morir. Y
ojalá
que nunca se canse de sentir la emoción que da que alguien
realmente lo escuche y aprenda de usted.