miércoles, 13 de abril de 2016

El Príncipe de los Predicadores al Aire Libre

Jorge Whitefield
   Más de cien mil hombres y mujeres rodeaban al predicador hace doscientos años en Cambuslang, Escocia.  Las palabras del sermón, vivificadas por el Espíritu Santo, se oían claramente en todas partes donde se encontraba ese mar humano. Era Jorge Whitefield. Ardía en él un santo celo de ver a todas las personas liberadas de la esclavitud del pecado. Durante un período de 28 días realizó la increíble hazaña de predicar a diez mil personas cada día.  Su voz se podía oír perfectamente a mas de un kilómetro de distancia a pesar de tener una constitución física delgada y de padecer de un problema pulmonar.

Todos los edificios resultaban pequeños para contener esos enormes auditorios, y en los países donde predicó, instalaba su púlpito en los campos, fuera de las ciudades. Predicó un promedio de diez veces por semana, durante un período de treinta y cuatro años, la mayoría de las veces bajo el techo construido por Dios, que es el cielo.

   Su vida fue un milagro. Jorge Whitefield nació en una taberna de bebidas alcohólicas.  Antes de cumplir tres años su padre falleció.  Su madre se casó de nuevo pero a Jorge se le permitió continuar sus estudios en la escuela. En la pensión de su madre hacía la limpieza de los cuartos , lavaba la ropa y vendía  bebidas en el bar. Por extraño que parezca, a pesar de no ser aun salvo, Jorge se interesaba en gran manera en la lectura de las Escrituras, leyendo la Biblia hasta altas horas de la noche y preparaba sermones.

   Se costeó sus propios estudios en Pembroke College, Oxford, sirviendo como mesero en un hotel.  Después de estar algún tiempo en Oxford se unió al grupo de estudiantes al que pertenecían Carlos y John Wesley.  Pasó mucho tiempo, como los demás de ese grupo, ayunando y esforzándose en mortificar la carne, a fin de alcanzar la salvación, sin comprender que la verdadera religión es la unión del alma con Dios y la formación de Cristo en nosotros.

  Con la salud quebrantada, quizá por el exceso de estudio, Jorge volvió a su casa para recuperarse; pero resuelto a no caer en la indiferencia, estableció una clase bíblica para jóvenes, que como él, deseaban orar y crecer en la gracia de Dios.  Diariamente visitaba a los enfermos y a los pobres, y con frecuencia, a los presos en las cárceles, para orar con ellos y prestarles cualquier servicio manual que pudiese.

   Jorge Whitefield tenía en el corazón un plan que consistía en preparar cien sermones y presentarse para ser destinado al ministerio.  El día anterior a su separación para el ministerio lo pasó en ayuno y oración.  El mismo escribió: "En la tarde me retiré a un lugar alto cerca de la ciudad, donde oré con insistencia durante dos horas pidiendo por mí y también por aquellos que iban a ser separados junto conmigo.  El domingo me levanté de madrugada y oré sobre el asunto de la epístola de San Pablo a Timoteo, especialmente sobre el precepto: Ninguno tenga en poco tu juventud..."

Jorge Whitefield nunca se olvidó ni dejó de aplicar las siguientes palabras del doctor Delaney: "Deseo, todas las veces que suba al púlpito, considerar esa oportunidad como la última que se me concede para predicar, y la última que la gente va a escuchar."  El Espíritu Santo continuó obrando con poder en él y por él durante el resto de su vida, porque nunca abandonó la costumbre de buscar la presencia de Dios.  Dividía el día en tres partes: ocho horas solo con Dios y dedicado al estudio, ocho horas para dormir y tomar sus alimentos y ocho horas para el trabajo entre la gente.

   Predicaba en forma tan vívida que parecía casi sobrenatural. Se cuenta que cierta vez predicando a algunos marineros, describió un navío perdido en un huracán.  Toda la escena fue presentada con tal realidad, que cuando llegó al punto de describir cómo el barco se hundía, algunos de los marineros saltaron de sus asientos gritando: ¡A los botes!, ¡A los botes!

   A los sesenta y cinco años murió Jorge Whitefield y fue enterrado, cumpliendo su petición, bajo el púlpito de la iglesia.

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