lunes, 25 de abril de 2016

Enseñando para cambiar vidas

   De la forma en que comenzó mi vida, estoy seguro de que pude morirme e irme al infierno y nadie se hubiera preocupado mucho por mí. 

   Nací en un hogar destruido, mis padres se separaron antes de que yo naciera. La única vez que los vi juntos fue dieciocho años después, cuando me llamaron a testificar en un juicio de divorcio. De niño viví en un vecindario al norte de Filadelfia en donde se
decía que nunca se podría establecer una iglesia evangélica. Pero Dios muestra su fantástico sentido del humor cada vez que alguien decide lo que no se puede hacer. Él guió a un pequeño grupo de cristianos a unirse, comprar allí una casita, y comenzar una iglesia.

   Uno de los hombres de la iglesia se llamaba Walt. Su educación solo llegó hasta el sexto grado. Un día, Walt le dijo al superintendente de la escuela dominical que quería comenzar una clase de escuela dominical.

   -Magnífico, Walt -le dijo-, pero no tenemos un puesto para ti.

   Sin embargo, Walt insistió hasta que por fin el superintendente le dijo:

   -Bueno, vete y consigue una clase. Cualquier persona que consigas será tu alumno.

   Entonces Walt vino a mi barrio. La primera vez que nos conocimos yo estaba afuera jugando a las canicas en el concreto.

   -Hijo -dijo él-,  ¿te gustaría ir a la escuela dominical?

   Yo no estaba interesado. No quería saber de nada que tenga que ver con una escuela. Así que él dijo:

   -¿Qué te parece si jugamos a las canicas?
   
   Eso era diferente. Así que nos pusimos a jugar a las canicas y la pasamos muy bien, a pesar de que me ganó todos los juegos. Para entonces, lo hubiera seguido a donde quiera. 

   Walt recogió un total de trece muchachos de esa comunidad para su clase de escuela dominical, de lo cuales nueve procedían de hogares destruidos. Once de los trece están ahora dedicados a tiempo completo al trabajo de la vocación cristiana. Realmente no puedo decir mucho de lo que Walt nos decía, pero acerca de él sí tengo mucho que contar... porque él me amó por causa de Cristo. Él me quiso más que mis padres.

   Acostumbraba llevarnos a dar caminatas, y jamás olvidaré esos tiempos. Estoy seguro que le empeoramos el corazón, pero él corría con nosotros por aquellos bosques porque se interesaba en nosotros. Él no fue la persona más brillante del mundo, pero era genuino. Lo sabía, y también lo sabían todos en la clase.

   Así que, mi interés en enseñar es mucho más que profesional. Es también intensamente personal, y en realidad es una pasión, porque la única razón por la cual hoy tengo un ministerio es que Dios puso en mi camino a un maestro entregado.

   Años atrás participé en una convención de escuela dominical en la Iglesia Moody Memorial de Chicago. Durante un receso para almorzar, tres de los que estábamos dando clases en la convención, cruzamos la calle para ir a una tiendecita de hamburguesas. El lugar estaba lleno, pero pronto se desocupó una mesa para cuatro. Vimos a una anciana que, de acuerdo a la cartera que llevaba, sabíamos que estaba asistiendo a la convención y la invitamos a
que nos acompañara.

   Nos dijo que tenía ochenta y tres años y que era de un pueblo que estaba en la parte superior de la península de Michigan. En una iglesia con una escuela dominical de solo sesenta y cinco personas, enseñaba una clase de trece jóvenes de los tres primeros años de la escuela secundaria. La noche antes de la convención viajó por ómnibus hasta Chicago. ¿Por qué? Dicho en sus palabras: 
«Para aprender algo que me convierta en una mejor maestra».
   En ese momento pensé: «La mayoría de la gente que tuviera una clase de trece jóvenes en una escuela dominical de solo sesenta y cinco personas se estaría dando golpes de pecho y diciendo: ¿Quién, yo? ¿Ir a una convención de escuela dominical? iYo no necesito de eso, puedo hacerlo yo mismo! Pero no era así con esta mujer.

   Ochenta y cuatro de los muchachos que se sentaron ante sus clases ahora son jóvenes dedicados al ministerio. Y veintidós son graduados del seminario donde doy clases. Si usted me preguntara el secreto del impacto de esta mujer, le daría hoy una respuesta totalmente diferente a la que le hubiera dado hace treinta años. En aquel entonces se lo hubiera acreditado a su metodología.
Ahora creo que se debe a su pasión por comunicar.

   En mi corazón, la preocupación que siento por usted es que Dios le dé una pasión como esa... y que nunca la deje morir. Y ojalá que nunca se canse de sentir la emoción que da que alguien realmente lo escuche y aprenda de usted.

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