domingo, 7 de febrero de 2016

Hoy volví a llorar en mi salón

   Tengo un hermoso grupo de alumnos entre los 10 y  15 años.  Son hermosos y tiernos algunas veces, agudos en sus comentarios y críticas muchas más, pero lo que más me preocupa y perturba de mis alumnos es que según ellos mismos no son salvos.
   Les he preguntado cara a cara si ya se han arrepentido de sus pecados, si ya han creído que no hay nada en ellos que les haga merecer la salvación de sus pecados.  ¿Sus respuestas?  Un silencioso NO.  Les he preguntado si saben que la salvación es por gracia, que no hay nada que ellos puedan hacer para salir de esa condición de estar muertos en sus delitos y pecados.  ¿Sus respuestas?  Un silencioso SI.
   Así que hoy, como lo he venido haciendo desde hace casi cuatro meses que soy su maestra, volví a predicarles el evangelio.  ¡Sí, ya sé que lo han oído muchas veces!   Pero no lo dejaré de hacer.  
   No importa si es al principio, en el medio o al final de la lección del día, se los voy a recordar. No me preocupo por cómo comenzar, porque siempre hay algo dentro de la predicación de la mañana, dentro de las canciones de adoración que entonamos, que el Señor en su misericordia utiliza para abrir la puerta y que yo pueda volver a decirles, como si les rogara, como si les suplicara: ¡Vuélvanse a Dios!
   Hoy el pastor dijo durante el servicio de Santa Cena que cuando Jesús hablaba con Dios estando en la cruz, se dirigió a Él como "Padre".  ¿Recuerdas?  Él dijo "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen."  pero llegó un momento en que Jesús lo llamó "Dios".  ¿Recuerdas eso también?  Él clamó: "Dios mío, Dios mío ¿por qué me has desamparado?"
    Esa fue la puerta que el Señor me abrió hoy.  Les conté a mis alumnos que yo no había escuchado algo como eso mientras fui niña.  Lo oí por primera vez escuchando una predicación del pastor Sugel Michelén hace aproximadamente cuatro años.  El explicaba que la Trinidad había tenido una relación de comunión perfecta desde antes de la fundación del mundo, como dice Juan 17.  Y esa comunión perfecta solo se rompió momentáneamente cuando Cristo en la cruz estaba cubierto con mis pecados.
   No me preguntes por qué pero mi primera impresión fue de enojo.  Me parecía que era una locura lo que este pastor estaba enseñando.  Recuerdo que llamé a una amiga y le comenté mi molestia y mi "casi" decisión de no escuchar mas a este predicador.  Pero ella no defendió mi pensamiento.  Ella ratificó el del pastor, recordándome ese versículo que dice que Jesús fue hecho pecado, aunque no conoció pecado.  Jesús fue hecho maldición.
   ¡Lloré! Hace cuatro años lloré porque me pareció terrible el precio que Jesucristo, el Hijo de Dios, pagó por mi pecado.  Y hoy, mientras le contaba esta historia a mis alumnos volví a llorar.  Lloré pidiéndoles que consideraran el costo de la salvación de aquellos a quienes Cristo vino a salvar.  Lloré diciéndoles que ellos necesitaban a ese Salvador tan Precioso.
   No sé que diría mi profesora de Pedagogía acerca de llorar frente a mis alumnos.  No sé que habrán pensado mis alumnos.  No sé que pensarían sus padres y mucho menos puedo imaginar que pensará alguien que en algún momento pudiera leer esto que estoy escribiendo.
   Solo sé, que no quiero que este dolor por sus almas perdidas se salga de mi corazón.  Quiero que este dolor me siga moviendo a predicarles el evangelio cada domingo, quiero que me mueva a seguir orando por ellos, y a seguirles rogando que se reconcilien con Dios.


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